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martes, 1 de octubre de 2013

Santa Teresa del Niño Jesús, Patrona universal de las Misiones

Hoy festejamos a la Patrona universal de las Misiones, Santa Teresa del Niño Jesús.

Santa Teresa del Niño Jesús fue nombrada por Pío XI, en 1925, Patrona de la Obra de San Pedro Apóstol para el Clero Nativo y, en 1927, Patrona de las Misiones junto con san Francisco Javier. Nació en Normandía, Francia, el 3 de enero de 1873, fue monja de clausura a la edad de 15 años, y dedicó su existencia a orar y a sacrificarse por los sacerdotes, especialmente los misioneros. Murió muy joven, a los 24 años, pero dejó un mensaje excepcional por su sencillez y profundidad.

Hoy día, y muy especialmente desde Obras Misionales Pontificias, se tiene una idea teológicamente clara de la universalidad de la Iglesia. Ninguna diócesis puede encerrarse en sí misma ni limitarse a vivir sus propios problemas: tiene que sentir la inquietud de Cristo y escuchar el mandato universal de ir por todo el mundo. Sería muy pobre la mentalidad de un sacerdote o de un religioso que careciera de esa visión universal y al que no le doliera la situación de tantos hombres que todavía no conocen el mensaje de salvación y de liberación de Cristo. Nos cansamos de repetir que toda la Iglesia es misionera y que esta responsabilidad radica ya en el bautismo.
Lo sorprendente es encontrar esta dimensión en una monja de clausura del siglo pasado y, además, con una claridad tan meridiana. Es verdad que vive en un tiempo determinado, en el que es intensa y casi exclusiva la verticalidad hacia Dios con el deseo de salvar almas, pero no por ello deja de llamar la atención su universalidad. En esta universalidad no sólo alcanza a todos los hombres —«El celo de una carmelita debe abarcar el mundo» (Manuscritos, cap. X)—; es tan grande su corazón que quisiera abarcar también todos los tiempos —«Quisiera ser misionera, no sólo durante algunos años, sino haberlo sido desde la creación del mundo y seguir siéndolo hasta la consumación de los siglos» (Ms. B 3rº)—. 
Yo he sido misionero durante muchos años, pero me resulta alucinante descubrir el espíritu de esta mujer. Pensamos en el misionero poco menos que como un hombre heroico, intrépido o como un quijote que se lanza a la aventura, o como alguien que tiene una vocación muy especial reservada para unos pocos. A veces hasta nos hacen creer que somos “distintos”, como si la misión dependiera sólo del misionero o de la misionera que parte a tierras extrañas. Confieso que en muchos momentos difíciles de mi vida de misión, recordando mis lecturas de seminarista, pensaba en todos aquellos que me estaban apoyando con sus oraciones; en aquellas religiosas de clausura que rezaban y se sacrificaban para que yo fuera fiel al Señor y que la semilla creciera en aquel campo. 
En santa Teresa del Niño Jesús vemos, a contraluz, lo que realmente es una vocación misionera. Identificada con Cristo, vive el amor apasionado de su causa y el deseo vehemente de salvar almas. Todo ello lo hace con esa difícil sabiduría de convertir en fácil y accesible lo que aparentemente resulta imposible. Ella misma se queda sorprendida con su descubrimiento: «¡Al fin he hallado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor! Sí, hallé el lugar que me corresponde en el seno de la Iglesia, lugar, ¡oh Dios mío!, que me habéis señalado Vos mismo; en el corazón de mi madre la Iglesia seré yo el amor... Así lo seré todo, así se realizarán mis anhelos» (Manuscritos, cap. XI).




Texto Pontificios
Estudios sobre Santa Teresa de Lisieux:


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